LA CUESTIÓN HISPÁNICA
Desde la caída del bloque socialista, el mundo ha visto el resurgir de las ideologías nacionalistas o etnocéntricas. Bien sea desde las posiciones derechista-conservadoras, como también, en las izquierdista-posmodernas. En la primera posición han resurgido como una reacción a lo que consideran las amenazas globalistas que creen intentan destruir a la nación mediante un supuesto reemplazo cultural. En la segunda, los nuevos indigenismos y regionalismos dialectales que buscan combatir los macrorrelatos que supuestamente intentan imponer una homogeneidad cultural, tachada siempre de eurocéntrica, que termine por borrar a las minorías. La paranoia cultural es la misma, solo cambian los actores que la repiten.
Hispanoamérica no es ajena a este auge de los nacionalismos. Y cada vez más entre su clase media gana influencia la corriente hispanista. Corriente nacionalista que llama a la integración del mundo hispanoparlante; que presenta una revisión en la forma de ver el pasado virreinal; y cuyo marco teórico es el materialismo filosófico que, sin embargo, aún conserva la idiosincrasia de la religión católica. Pero a qué se debe que el hispanismo esté volviendo a cobrar fuerza en la región, qué ha cambiado con respecto al hispanismo de hace un siglo y qué posición se debe tomar con respecto a ello.
Para comprender bien el retorno de este tipo de nacionalismo en nuestra región es pertinente primero entender qué es la nación. Según Stalin (1942) la nación es la comunidad que comparte una economía dentro de un espacio geográfico que habita y va articulando con el uso de una lengua, creando a su vez una psicología en común (cultura, historia, literatura). De ahí se entiende que haya sido el sistema capitalista el que haya formado a las naciones modernas, ya que no hubo antes otro sistema que demandara más aceleradamente la articulación de un mercado común donde se fomente la circulación de mercancías dentro de un espacio territorial que la burguesía controlara y requiriera de una lengua franca que facilite las transacciones, y le sirva de base expansiva a otros mercados. Necesitando por ello formar un imaginario colectivo que unifique ideológicamente a su comunidad para que entre en defensa de sus intereses contra otra comunidad económica-cultural que limite su expansión o amenace su mercado.
Por ello, según Hobsbawm (1992), no son las naciones las que forman los estados, sino los estados los que van formando las naciones, y escogen dentro de las macro etnias de su jurisdicción una como molde para constituirse como estado-nación. Y eso es lo que ha venido ocurriendo desde el siglo XVIII en que la burguesía ha ido destruyendo los imperios o estados multiétnicos para crear los estado-nación moderno. Valiéndose de la educación pública y los medios de comunicación para ir homogeneizando a las sociedades que habitan dentro de su territorio de control.
Aterrizando en nuestra región las naciones serían algo que se formarían tardíamente en el siglo XX. Según Rostworowski (1999) una de las causas de la caída del Tahuantinsuyo fue la carencia de un sentimiento nacional, primando más los intereses regionales de las macro etnias quechuas que las del estado imperial. El Tahuantinsuyo, según la historiadora, fue un proyecto trunco de integrar las diversas macro etnias quechuas que habitaban los Andes centrales. Ello no cambió con el establecimiento del virreinato. La introducción de la economía feudal y mercantilista no vio la necesidad de crear un mercado que articulara las fuerzas internas, sino principalmente en función externa hacia la metrópoli. (Lumbreras, 1981). Aunque hay algunos que califican a Castilla como la primera nación moderna, el Imperio español, con sus leyes distintas para cada raza y con la tolerancia lingüística hacia las otras lenguas, fue un imperio multiétnico y no llegó a formar ninguna nación en todo Hispanoamérica.
La independencia, aunque fue un movimiento continental y trató de ser visto por algunos historiadores patrioteros como la más grande prueba que el germen del sentimiento nacional venía formándose desde tiempo atrás. Lo cierto es que fue causa de la crisis de la monarquía hispánica en 1808, que no supo manejar los distintos intereses locales, ya muy presentes en el continente desde las reformas borbónicas, y que acabó en el desmoronamiento del Imperio español. (Sobrevilla, 2024). Fueron los intereses de las distintas aristocracias locales los que terminaron primando, y una vez expulsado el poder peninsular, terminaron cediendo el gobierno a los militares para imponerse unas sobre otras. Pero en todo el siglo XIX fueron incapaces de formar nación alguna. La consolidación de un mercado en común sería difícil sin barrer antes los regionalismos-feudales. Ello se expresó en la terrible balcanización que vivió Hispanoamérica en comparación con Estados Unidos (EE. UU.) y Brasil, y que el español no logró imponerse como lengua mayoritaria entre la población en casi todas las nuevas repúblicas hasta entrado el siglo XX.
Se tendría que esperar la llegada de ese siglo, donde la mayor penetración de capital británico y de EE. UU. iría formando una mayor clase media mestiza hispanohablante en las urbes. Estas, aunque al inicio rechazaban el imperialismo y enemigas de la aristocracia, crearían expresiones político-partidarias que buscarían consolidar el capitalismo en sus respectivos países: PRI, APRA, Justicialista, etc. Y sus intelectuales, en la preocupación por formar a la nación, buscarían incorporar elementos de la cultura popular para formar una identidad nacional más propia o mestiza. Algo que también será compartido por los intelectuales comunistas de la región. De esa manera, en los países hispanoamericanos con más componente indígena en los Andes y Mesoamérica, el indigenismo fue acogido por los intelectuales de esta clase; en los países del Caribe, la cultura afro; y en los del Río de la Plata, la cultura popular del nuevo migrante europeo. E incluso se retomaron los viejos sueños integradores de Simón Bolívar. Esto en contraposición al hispanismo de una élite aristocrática que miraba con nostalgia la colonia, cuya máxima identidad americana se remitió a la formación del criollo; pero que dejaba de lado su hispanismo a la hora de servir al capital anglosajón e imitar huachafamente su cultura. Ante esa alienación de las élites, los intelectuales de las emergentes clases medias y populares apostaron por formar naciones con una identidad más particular que les sirva para integrar a la población de sus respectivos países, y las diferencie del resto.
Todo el proceso de consolidación del capitalismo desde sus políticas desarrollistas-industriales agotadas para los años setenta, sus guerras civiles que arrasaron principalmente el campo, y la implantación del neoliberalismo; terminaron por formar naciones hispano-mestizas desde el Río Bravo hasta el Cabo de Hornos. Con más o menos acentuación de la cultura indígena, europea o afro; el español se convirtió en la lengua mayoritaria y su mestizaje más en motivo de festejo que de vergüenza, como ocurre con la cumbia en la música o el realismo mágico en la literatura. Sin embargo, en ese proceso de transculturación (Rama, 2008) las otras etnias o macro etnias terminaron siendo asimiladas con más o menos grado de violencia para concretar la tan anhelada homogeneización mestiza-nacional.
Sin embargo, en esa ruta semejante seguida por las repúblicas hispanas del continente, los organismos creados como CAN, MERCOSUR, SICA, CELAC; no lograron estrechar mayores vínculos de integración económica que luego den paso a una integración política. La burguesía de ser una clase media terminó convirtiéndose en la clase hegemónica en sus respectivos países. Cómoda ya en su puesto con un mercado donde su poder esté consolidado dejó de soñar con la integración que no sea la libre circulación de sus mercancías a los mercados más rentables (China, EE. UU., Unión Europea, etc.) y primó más la competición con sus vecinos por qué mercado nacional atrae más inversiones de fuera. El capitalismo que finalmente desarrolló fue el primario exportador. Parafraseando a Mariátegui (1924), las repúblicas hispanoamericanas siguieron sin buscarse, sin complementarse, ni presentar intención alguna ya de unirse.
Este éxito en la construcción de naciones hispano-mestizas en la región, pero acompañado del fracaso en el proyecto unificador, las despojó de cualquier peso geopolítico en la esfera internacional. Relegándolas a simples espectadoras de las grandes decisiones mundiales. De ahí que resulta comprensible la irrupción nuevamente del hispanismo, pero ya no en las capas altas. Como ocurrió antes entre la aristocracia, sino principalmente, entre las capas medias. En un mundo donde las decisiones geopolíticas que amenazan al mundo se disfrazan de intereses nacionales, Hispanoamérica se encuentra desterrada en sus propios intereses. Una de las clases que se ve más sacudida por los vaivenes de la política mundial y más excitable ante los discursos nacionalistas es la clase media (pequeña burguesía). Que no tarda en darse cuenta de que Hispanoamérica se encuentra atomizada en distintos países a pesar de tener formadas naciones hispano-mestizas que presentan más semejanzas que diferencias. Y que de estar unidas no solo formarían una economía más fuerte, sino también, la nación más numerosa del hemisferio occidental. La adaptación de una ideología que aglutina, en vez que disgregue, va a tener mejor recepción ahora entre los intelectuales de esta clase.
El indigenismo que cumplió su papel de darle una identidad mestiza a las naciones hispanas en la región se encuentra ya caduco y es más una ideología disgregadora y retroactiva que idealiza el comunismo primitivo. Se encuentra ya muy lejos de ese indigenismo materialista que saludó Mariátegui, y que desarrolló Arguedas, donde la revalorización de la cultura indígena no signifique una negación de la cultura hispana. Y donde se tenía presente que la diferencia cultural reforzaba las diferencias de clase, y estaba en función de ella. Pero el indigenismo actual en su carácter etnocéntrico solo ve diferencias culturales. Niega la lucha de clases y la considera una invención de la cultura occidental, a la cual rechaza en todas sus formas. Peor aún, en su obsesión decolonial ha ido creando una leyenda negra sobre el virreinato. Provocando la incubación, del otro lado, de leyendas rosas que blanquean el pasado colonial. Y en su meta por lograr que se reconozca la pluriculturalidad en los países de la región desconoce la formación de la nación hispano-mestiza mayoritaria en cada uno de los países hispanoamericanos, o sigue repitiendo mecánicamente frases de hace noventa años, que en países como el Perú, la nación aún está formándose. Pese a que han pasado de ser sociedades semifeudales a ya capitalistas.
Para los hispanistas son estos “ismos” de las minorías los que amenazan las formadas naciones hispanoamericanas, y evitan su integración. Y si bien, parten de una verdad concreta, que en Hispanoamérica ya existen naciones hispano-mestizas. Al partir también de un enfoque etnocéntrico, no alcanzan a comprender el proceso material que las llevó a formarse, y, por ende, los limitantes que las impiden unirse y en quién está la tarea de lograrlo.
Su visión etnocéntrica responsabiliza de la disgregación del mundo hispano al mundo anglosajón. Si rechaza el idealismo es porque lo considera una producción anglo-protestante. Al igual que al liberalismo, que fue el discurso ideológico que encumbró a las potencias anglosajonas. Es considerado ese mundo el portador y financiador de todos los ismos que solo sirven para disgregar al mundo hispano. Por ello, el materialismo hispanista no llega a ver clases sociales, sino mundos o imperios con cosmovisiones enfrentadas; y no ve males en el sistema, sino en la cultura que lo desarrolla. Más que materialista, continúa siendo mecánico y profundamente etnocéntrico.
De esa forma, el mayor planteamiento hispanista de unión es formar una Mancomunidad hispánica, réplica de la Commonwealth británica, con otro monarca como jefe. No analiza que fue el capitalismo durante la tan despreciada etapa republicana, el sistema que finalmente formó las naciones hispánicas, y volvió al español la lengua mayoritaria en las excolonias de España. Y que si no se ha logrado la unión es por las limitaciones de las burguesías locales, más interesadas en perseguir alianzas con el capital transnacional que en seguir a un monarca europeo por simpatías culturales.
Hispanoamérica no tuvo un “zollverein” ni un Bismarck. Ni mucho menos una clase dirigente militarista y expansionista que se planteó la tarea de unificarla. Su limitada y disgregada población, y su llegada tardía al desarrollo capitalista, le impidió formarla. Ni entre la antigua aristocracia ni entre la presente burguesía. Los sueños de Bolívar, a quien los hispanistas particularmente detestan, solo fueron retomados temporalmente por los partidos populista-burgueses de inicios del siglo XX y por los grupos guerrillero-marxistas en la segunda mitad de ese siglo. El acomodo de los primeros, y la derrota de los segundos, con su siguiente también acomodo a la democracia liberal, hicieron que la integración quede solo en un trámite más ágil en las fronteras.
De igual forma, las naciones en Hispanoamérica están ya formadas. Ese ha sido el mayor logro sociocultural de la burguesía en su tarea de consolidar el capitalismo en sus países. Pero su desunión más absurda que la de otras identidades culturales obedece a que continúan atrapadas dentro de repúblicas bananeras serviles al imperialismo. Y no será el voluntarismo monárquico de los hispanistas quien logre su unión. Sino la obra de una nueva clase social, el proletariado de esas repúblicas, que en la consolidación de una economía planificada y más productiva vea la necesidad de rebasar las fronteras de los pueblos que estén más cerca geográfica y culturalmente para integrarlos: las otras naciones hispano-mestizas. Es ese eje económico – productivo indispensable para que naciones cercanas en su geografía, con una misma lengua y una psicología semejante, alcancen su unidad política. Ya decía Mariátegui (1928) que la unión de la América Hispana o Latina tendría que ser obra del socialismo. Una obra que se llevará a cabo por sus necesidades materiales, y no solo por voluntades culturales.


