Los “Héroes” de la Burguesía: la memoria que la clase dominante quiere imponer
En el clima de polarización política que se profundiza cada vez más en el país, los hechos del pasado son usados como relatos para justificar la posición ideológica determinada que cada clase defiende, encubriendo sus intereses. El Conflicto Armado Interno (CAI), Violencia Política, Época del Terrorismo o Guerra Popular, ocurrida entre 1980 y 2000, según el actor que la quiera nombrar, es uno de los periodos más sensibles y usados convenientemente para justificar el actuar político en el presente. La mejor en hacerlo, por todos los medios que posee a su favor, obviamente, es la clase dominante: la burguesía.
En este año, una muestra clara de cómo la narrativa del pasado se llega a usar no solo trastocando u omitiendo determinados hechos de la historia del CAI, sino también, silenciando una versión distinta, es el recuerdo de lo que ocurrió durante la Crisis de la Casa del Embajador de Japón (1996-1997). Mientras que el libro Revolución en los Andes de Víctor Polay, líder del extinto Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), trató de ser censurado por todos lados y sus editores acosados por la DIRCOTE, que, aunque sin poder evitar que el libro se disparara en ventas, dejaron un estigma sobre sus editores, presentadores y lectores.
Lo contrario ocurrió con la película Chavín de Huántar: el rescate del siglo, promocionada por todos lados, puesta en cartelera durante semanas y presentada hasta con el ridículo lloriqueo de un presentador de televisión. En ella se glorifica la acción de los comandos militares y se retrata un Perú de fantasía, donde reina la armonía social que es quebrantada por unos desquiciados subversivos que aparecen casi como caídos del espacio, solo queriendo causar dolor en un Perú que crece prósperamente, sin corrupción ni narcotráfico. Y los comandos, impolutos, guiados por un abnegado patriotismo, deben combatir para preservar la paz.
Pero tal versión está lejos de ser convincente para una visión materialista de la realidad. Y es esta perspectiva la que ha sido mayormente dejada de lado por las visiones militaristas y humanistas de aquellos hechos. En primer lugar, la gran heroicidad que se atribuye a los Comandos de la Operación Nipón 96 (el verdadero nombre de la Operación Chavín de Huántar) es más el deseo de una clase social –la burguesía– por encumbrar a los personajes que permitieron la consolidación de su sistema y modelo socioeconómico. En segundo lugar, porque, según los historiadores, la calificación de “héroe” es dada a los personajes que mueren en el combate, que en el caso de los comandos solo serían dos de ellos; pero, además, el héroe es también quien lucha en desventaja. Algo que los comandos estaban muy lejos, al ser más de 140 efectivos contra 14 subversivos (Zapata, 2017). Eso sin contar la colaboración de algunos rehenes militares y policías, el espionaje religioso, la enorme logística estatal y el respaldo de la prensa tradicional, frente a los emerretistas que apenas tenían los periódicos que les podía alcanzar la Cruz Roja para informarse del exterior.
Pero no podemos remitir el análisis a lo meramente militar. Otro aspecto por tomar en cuenta es la situación internacional y nacional que determinaba la correlación de fuerzas en aquel entonces. Las Fuerzas Armadas (FFAA) no solo tenían la ventaja militar, sino también, política, puesto que en 1996 era evidente que el MRTA ya había perdido la guerra. Su acto, más que un recurso para golpear a la narcodictadura, como su líder lo recuerda (Polay, 2020), era un acto desesperado por sobrevivir políticamente, tratando de liberar a sus militantes, que en su mayoría se encontraban presos o fallecidos. Sin respaldo en las masas, fue su último manotazo de ahogado. A nivel externo, el escenario no podía ser más desfavorable, la Guerra Fría ya había culminado con una victoria del capitalismo, y en Hispanoamérica las tomas o secuestros habían perdido efectividad.
Deteniéndose en ello, si bien durante los años 70 aquellas acciones dieron, en la mayoría de los casos, resultados exitosos al golpear la seguridad de las fuerzas estatales en los países hispanoamericanos —como las protagonizadas por el FSLN en la toma del Chema Castillo (1974) y la Toma del Palacio Nacional en Nicaragua (1978); el secuestro del Cónsul británico por el ERP en Argentina (1971) y la Toma de la Embajada de la República Dominicana por el M-19 en Colombia (1980)—, es también ese año donde se vería uno de los últimos finales exitosos de aquellas operaciones. Con el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua (1979), que se considera dio inicio a la segunda ola guerrillera en la región (Castañeda, 1993), las élites de los respectivos países estarían más alarmadas y menos dispuestas a negociar en tales situaciones, lo que dio rienda suelta para que sus FFAA actúen sin importar el coste contra el considerado enemigo interno (la subversión) con tal de negarle la mínima victoria.
En el mismo año de 1980, la Embajada de España en Guatemala, que había sido tomada por los campesinos, fue incendiada en una brutal intervención policial con lanzallamas que dejó 37 muertos. En Ecuador, durante 1985, el secuestro del banquero Nahím Isaías Barquet, realizado por la guerrilla Alfaro Vive Carajo (AVC), fue finalizado con una operación de los militares donde tanto el rehén como todos sus captores terminaron liquidados, lo que finalmente benefició a los competidores financieros del banquero. Pero el desenlace más brutal de estas operaciones se dio en Colombia también en 1985, donde la guerrilla del M-19, que entrenó a AVC y al mismo MRTA, cayó en la trampa de los militares al protagonizar la Toma del Palacio de Justicia. En la retoma que de inmediato ejecutaron los militares con tanques y helicópteros, se cobró la vida de más de 100 personas, aniquiló a gran parte de la plana mayor del M-19 y benefició a los mismos militares colombianos al darles la oportunidad de destruir los archivos y desaparecer a los magistrados que juzgaban sus denuncias por violación a los derechos humanos.
Como vemos, ya para la década del 90 no había posibilidad alguna de que el MRTA pudiera salir victorioso en aquella operación. La carta que jugó para verse humanitario, liberando a muchos rehenes y no tocando a los que se quedaron durante los cuatro meses incluso ya conociendo de la construcción del túnel, le terminó jugando en contra. Pues permitió a la narcodictadura ganar tiempo para preparar una retoma sin los enormes costos de la experiencia colombiana, y al mismo tiempo, aprovechar la distracción de la población para promulgar leyes lesivas hacia la educación universitaria, como el privatista Decreto 882 (1997). En definitiva, la acción efectista, aventurera y aislada del MRTA, como balance final, no golpeó ni debilitó al régimen, sino que lo fortaleció. Y el resultado de la operación militar de los comandos era, por demás, previsible.
Igual de previsible era el final de cada uno de los emerretistas que se encontraban en la casa del embajador. Y acá es otro punto donde se cae la supuesta heroicidad de los comandos. Los análisis forenses, más otros testimonios, mencionan que hasta tres subversivos fueron ejecutados después de rendirse. Que, en el caso de Tito, está confirmado que salió vivo de la retoma, pero después apareció ejecutado dentro de la casa del embajador. Sin embargo, nunca se encontró responsabilidad ni a los comandos ni a los jefes políticos de la operación. Y la izquierda socialdemócrata, para no buscar chocar con los comandos, y solo contra los jefes políticos (Fujimori, Montesinos y Hermoza Ríos), acogió una tercera versión acerca de los supuestos “gallinazos” que ingresaron acabada la operación para ejecutar a los rendidos. Con esa versión se ha buscado negar una realidad más cruda acerca de las FFAA para no dañar la imagen de una de sus escasas victorias. Y es que los militares peruanos no respetan la vida de otros peruanos rendidos en combate. La caballerosidad solo se reserva para el enemigo extranjero, pero se deja de lado para los mismos peruanos. Los militares practican mejor que ninguno la frase “Perú, madrastra de tus hijos y madre de los ajenos”. Una tradición de terror que nuestras FFAA practicaron de forma constante desde finales del siglo XIX y todo el siglo XX. Basta recordar solo algunos sucesos:
- No se respetó prisioneros entre los 3,000 indígenas asesinados en la Rebelión de Atusparia en Áncash (1886) contra la subida de impuestos.
- No se respetó prisioneros en las masacres y torturas que los militares y las milicias de los gamonales practicaron contra los indígenas en la Rebelión de Rumi Maki en Puno (1916), como lo denunció la Asociación Pro Indígena.
- No se respetó la vida de los miles de apristas rendidos en la Rebelión de Trujillo (1932) masacrados en las ruinas de Chan Chan, ni en todo ese periodo de violencia política de los años 30 (Sánchez, 1981).
- No se respetó la vida de los escolares ametrallados del Colegio La Independencia en Arequipa (1950), y si no se continuaron las ejecuciones después del levantamiento de indignación fue por la intervención de un oficial, como alguna vez contó el escritor Oswaldo Reinoso.
- No se respetó la vida de los guerrilleros capturados en 1965, cuyos líderes como Velando y Lobatón fueron arrojados con vida desde helicópteros militares.
- No se respetó la vida de los comuneros de Rancas (1959), la de los campesinos en Cusco (1963), ni la de los escolares y campesinos en Ayacucho (1969). Ni siquiera la de los vecinos de Comas en el Paro de 1977.
Y, como era de esperarse, jamás se iba a respetar la vida de los subversivos rendidos durante el CAI. La respuesta a este ensañamiento no puede ser otra que la guerra de clases cobra mayor preocupación y encono que la guerra entre naciones. Esto porque se da por sentado, al menos por la clase dominante, que el enemigo es inferior. Y en especial porque la victoria de este puede significar el rompimiento de su modus vivendi, comparado con la cesión territorial que busque la otra nación. El escritor Miguel Gutiérrez, en una de sus novelas donde intentaba entender por qué muchos de los gamonales de Piura se habían mostrado indiferentes o pasivos ante la invasión chilena, pero saltaron como fieras al mínimo brote de alzamiento popular, lo resumió así: “Una guerra entre países es circunstancial Augusto. Preservar el orden interno es lo permanente. Y de allí nace el deber. Nuestro deber Augusto”. El deber de la clase dominante.
Y en el caso de los 72 rehenes de la casa del embajador, cuya liberación dicen que todos los peruanos debiéramos estar agradecidos, basta mirar su extracción social para saber por qué se actuó así contra el MRTA. Mientras que los rehenes rescatados pertenecían casi en su totalidad a la clase dominante del Perú, Japón y Bolivia: empresarios, diplomáticos, ministros, almirantes, etc.; los integrantes del MRTA pertenecían a una clase social media o baja. Los comandos, aunque pertenecían a una clase social más cercana al MRTA que a los rehenes, siguieron solo la tradición que la clase dominante ha establecido dentro del Estado para el que sirven, la de que siempre se puede contratar a la mitad del pueblo para aniquilar a la otra mitad.
En el CAI, donde se expresó de forma más aguda la lucha de clases que existe en la sociedad peruana, los comandos militares están muy lejos de convertirse en los héroes nacionales que la burguesía intenta vender. Son, por último, los patéticos “héroes” de una determinada clase que no conoce de clemencia ni de rendidos si existe la mínima amenaza a sus privilegios. Porque los intereses de una clase, no son lo mismo que los intereses de una nación. Y los héroes, si son nacionales, son la muestra del sacrificio por esa colectividad que, pese a estar dividida socialmente, lucha por ganarse un espacio en la dialéctica de los Estados; aun si lleva las de perder.
Así, en el caso de la retoma, los comandos terminaron de aniquilar a una organización ya derrotada, cuyos integrantes eran lo que quedaba de ese conjunto de peruanos que se alzó en armas, y cuyo final en ese contexto, no podía ser distinto. Tanto para los que combatieron hasta la última bala como para los que se rindieron; esto fue lo que terminó ocurriendo. Pueden los comandos sentirse orgullosos de su deber, de que la burguesía los utilice y los deseche cuando le convenga, y de aprovechar el actual contexto para hinchar el pecho alimentándose de las fantasías que una pobre película retrata. Pero la heroicidad, esa el pueblo trabajador peruano jamás se la otorgará.

